No sé bien cómo comenzar este post. Ha sido un año difícil para todos. Tremendo para algunos más. Me cuento entre este último grupo de personas.
Este año perdí a mi madre, no por cuestiones de Covid, sino por una larga enfermedad que ya venía arrastrando. Ella era la última persona viva de mi familia directa. No papá, no hermanos. Menos abuelos.
La primera parte del año me la pasé tratando de aprender a vivir sin su presencia, de congeniar el dolor por su partida y al mismo tiempo de no sentirme mal el alivio de saber que ya no sufría. No es cosa fácil. Por más lógica que tenga, siempre la culpa se asoma tímida por ahí.
Ya no tenía a nadie cercano de mi sangre, pero pensé que tenía a la familia que había construido. No había empezado a procesar la pérdida de mi mamá cuando la pandemia se agudizó y nos mandaron a nuestras casas a todos.
Esto significó convivir con mi esposo e hijo de una forma diferente, sobre todo a 10 años de habernos casado; significó ayudarle a mi hijo con sus clases en línea mientras trabajaba y llevaba las labores del hogar.
Tanta cercanía, después de todo, se sentía bien, después de que casi no veía a mi esposo en casa; sin embargo, unos meses después me enteré de que estaba teniendo un affaire. Eso probablemente hubiera sido algo manejable con terapia –nunca lo sabré– de no ser porque me reveló que llevaba dos años pensando en el divorcio. Y eso fue la estocada final.
Mi vida se transformó totalmente de la noche a la mañana. Una sacudida. Un terremoto. Un tsunami de emociones abrumadoras. Todo lo que tenía se había esfumado. ¿Había sido una ilusión? ¿Era un constructo de mi mente nada más? ¿Estaba perdiendo la razón? De hecho, así lo sentí durante un tiempo.
Quedé en un limbo mental por más de un mes. (Es real, y sigo sufriendo las consecuencias en forma de una mente súper dispersa y de olvidos que me hacen pasar muchas vergüenzas.)
Mis pensamientos estaban en otro lado, revisando minuciosamente escenas clave para saber en qué me había equivocado. Porque, claro, yo era la que estaba mal: así de responsable me sentía. Y llegó ese nuevo duelo. Terrible. Aún más que el de mi madre, por lo que me sentía doblemente culpable.
¿Qué clase de hija soy, me preguntaba, que se siente peor por la partida de su esposo que por la pérdida de su propia madre? También me quería morir. En serio. Pero como bien dicen, nadie ha muerto de amor (no hablemos de Romeo y Julieta, ése es caso aparte).
Afortunadamente me avoqué a tomar terapia casi de forma religiosa cada semana, sin falta. Fue mi salvación. Eso y mis primos. Y mis amigos: la familia que uno elige. Son pocos, muy pocos, pero están.
Creo que siempre es necesario tener a alguien que te guíe en los momentos de oscuridad. Dante tuvo a Virgilio para atravesar el Infierno y el Purgatorio para llegar al Cielo. Sin mi terapeuta seguiría en el lodo, perdida, confundida y sintiéndome víctima, cosa que no lleva a nada bueno.
Este 2020 arrasó con la confianza de todos, me atrevo a generalizar. La confianza en las autoridades, en la medicina, en la sociedad, en tu compañero de vida, en ti mismo... Muchos trastornos mentales se pusieron de manifiesto gracias al encierro, a la convivencia diaria en determinados metros cuadrados con tu familia y sobre todo con uno mismo, siempre acostumbrado a evadirse de la realidad.
La nueva perspectiva de vida que nos lanzó esta pandemia mundial fue devastadora. No sólo se perdieron empleos, relaciones (no saben de cuántos casos me enteré), amistades, escuelas, propiedades, sino vidas, esperanzas, apoyos y la confianza, insisto. Cuando no hay confianza y se pierde la esperanza, el panorama se vuelve desolador.
Y sin embargo, aquí estamos.
El duelo de mi mamá sigue pendiente. El duelo por mi esposo y compañero de viaje y de vida sigue en proceso. Y tomará tiempo.
¿Qué me trajo el 2020? Un amor que se desborda por mi hijo. Una capacidad de adaptación que desconocía. Una capacidad de resiliencia que no sabía que tenía. Eso me hace sentir poderosa, autónoma, independiente... aunque sólo por momentos (lo confieso).
También me trajo el querer explorarme como mujer valiosa, que tiene identidad propia y que no depende de los demás para seguir adelante. Literal, porque no hay nadie a quién acudir en caso de "emergencia de vida".
Y me trajo por último un acercamiento a la idea de que todo es efímero, que todo tiene fecha de caducidad, que es mejor vivir aquí que hacer planes a futuro absurdos, porque lo que viene puede ser tan loco y más extraño que el propio 2020.
Crédito fotos: iStock.
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