Cuando te vi por primera vez sabía que sería imposible salir a salvo de tu sonrisa, del brillo de tus ojos pequeños que se esconden detrás de unos anteojos enormes... y de tu luz. Era casi imposible que no pudiera resistir a la magia que al instante transmites y tu energía que casi puede abrazarse.
Cuando te vi por primera vez, pasó uno de esos momentos que tanto se lee en los libros, el tiempo se detuvo cuando tomaste mi mano y me dijiste tu nombre, nada más importaba lo que mi mente estaba memorizando en ese segundo, las facciones de tu rostro, la sensación de tu piel… tu nombre.
Me di cuenta de que eres de esas personas que no debes perderte en la vida, que debes dejar entrar y permitir que te empape con las olas de su mar. Así eres tú. Pero yo no lo era para ti.
Nunca pensé que terminaría con tu energía impregnada en la mía, con tu entusiasmo y tu mirada en mi corazón; nunca pensé que sería el inicio de una pequeña punzada en mi alma, de un amor fugaz, uno imposible, uno donde no eras tú pero de verdad deseaba que lo fueras.
Porque eres el chico 100 por ciento perfecto para mí pero yo no soy la chica 100 por ciento perfecta para ti, al menos no en esta vida y, por esa gran diferencia, es por la que nunca volveremos a coincidir.
Siempre te comparo con el mar, con la playa, sobre todo con las olas; olas fuertes, desbordadas e intensas. Ésas que te invaden y te envuelven pero que, al bajar la marea, te llenan de calma y de serenidad, porque se convierten en aquel lugar donde siempre desearás ver el amanecer.
Sé que no fuiste tú, mucho menos fui yo. Fue el destino el que decidió que en esta vida no nos tocara y, aunque me quede con el corazón a punto de explotar, sé que al menos coincidimos una vez, en esta vida y en este plano; existes y estás por ahí con tus ojos pequeños, manos en los bolsillos, tatuajes en los dedos… pero siendo el agua de otro lugar.
No eras tú pero ojalá hubieses sido.
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