Solo por encima del amor romántico está el mito de la monogamia, esa dura promesa convencional que nos priva de uno de los impulsos más humanos: el deseo.
Con el tiempo el amor de pareja pasa por diferentes etapas, sin duda la primera es esa que se forjó entre la atracción y la empatía que creamos con el otro, una etapa marcada por una energía sexual que no se vuelve a repetir en ningún otro momento.
Es así como la añoranza del comienzo de una relación se convierte en una especie de tesoro que pretendemos conservar por años.
Más allá de las promesas religiosas y los fuertes imperativos culturales, hay algo más que nos impulsa a creer que existe esa persona que completará tus necesidades emocionales y sexuales, y existe, pero no siempre viene en el mismo paquete.
De esa insatisfacción por la pareja, de cuando ya no es suficiente o simplemente esa química de los primeros años se esfumó, nos vuelve a la cabeza el afán de la monogamia, ese acuerdo que juramos sostener solo porque en su momento una sola persona se convirtió en el centro de nuestro universo, pero que con el tiempo nos pesa.
No dudo que haya aquel con la historia perfecta, con la mal llamada alma gemela o que su amor fue tan grande que derribó cualquier curiosidad hacia otra persona que no fuera su compañero de vida. Pero hemos pasado tanto tiempo aferrados a que el amor camina de la mano con el deseo, que quizá sea otra historia que ya vive en nuestro imaginario como una ley inmutable.
La idea del apetito sexual y cómo este va ligado intrínsecamente con el amor puede ser una de las nociones más confusas para los nuevos enamorados; en mi poca experiencia puedo decir que también me costó sacudirme este mito.
La momogania se basa en meras convenciones sociales, también en el hecho de poseer algo, una persona, una idea o una fantasía.
Que alguien no pueda encontrarnos más atractivos después de que por años fuimos su objeto de deseo, es material para enloquecer a cualquiera, porque crecimos con la idea rancia de que no podemos vincularnos sexualmente con alguien más una vez que ya depositamos todos nuestros huevos en una sola canasta.
Algo que no tiene nada que ver con la fidelidad, sino con la honestidad y la sinceridad con la que conducimos nuestras emociones.
Pero este terreno puede resultar riesgoso para aquellos que sostienen la teoria de la monogamia, pues el ser amado nos puede jugar mal, si en un principio hay un acuerdo de exclusividad, éste debe respetarse, de la misma manera que si hay un acuerdo de libertad donde ambos puedan satisfacer sus deseos fuera de la pareja.
De lo contario estaríamos en una posición de ventaja sobre la persona con la que sostuvimos el acuerdo y eso puede resultar violento.
Lo que más nos encanta de la monogamia es sin duda la seguridad que el mito nos brinda, el creer que la lealtad podrá sobrepasar cualquier instinto humano, que el ideal del amor te despoja de cualquier impulso carnal, pero no es así.
Hay más historias de traciones que de amores eternos, hay más relatos de amores largos y miserables que finales felices.
Renunciar al mito de la monogamia es todo un ejercicio de liberación personal, no de pareja y jamás debería de entenderse así.
Nada tiene que ver con la promiscuidad, debería ser un ejercicio de permanencia voluntaria que una vez que se ve mermado, nos empuje a abandonar aquello que no nos complace, sin sentirnos culpables de lastimar a alguien más.
Si no somos capaces de entendernos en lo individual, menos seremos capaces de solventar las emociones de otro, si no aprendemos a ser honestos con nosotros mismos tampoco lo seremos con la pareja.
Por el bien de todos hay que decirle adiós para siempre a la monogamia y explorar nuestras libertades, que no están peleadas con el amor de pareja, solo que a veces simplemente no encajan con las necesidades personales y eso no esta mal.
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