Hice todo para que te quedaras. Acepté tu forma de amar, tu poca capacidad para comprometerte con lo nuestro, tu desinterés cada que yo ponía mi mayor esfuerzo en nuestra relación.
Nadie me dijo que aquel que fuiste al principio se esfumaría algún día sin importar que hiciera lo que yo creía que era mejor para nosotros.
Fuiste tan encantador, tan atento, que poco a poco mi mundo se centró en ti. Ya no importaba nada más, quería, sentía, que la vida era muy corta como para desperdiciarla en mis éxitos personales, porque me hiciste creer que éramos los únicos habitantes del mundo.
Te convertiste en mi hogar, el mi remanso para los días difíciles y en todo lo que nunca tuve. Quizá porque jamás me sentí tan segura, tan amada o porque nadie me dijo que el amor tiene que ser mutuo.
Cerré los ojos a tus mentiras, a tus engaños, no me atreví a dudar de ti por mucho tiempo; en mi mente no cabía que me pudieras traicionar porque en la superficie eras perfecto.
Te amé de manera incondicional, viví en el cuento de hadas que me dibujaste desde la primera cita y perdí.
Por años pensé que nuestra relación era sinónimo de perfección, vivía ensimismada en nuestra burbuja romántica; las fotos y las palabras de nuestros amigos respaldaban mi teoría de la pareja perfecta.
Pero mientras el tiempo pasaba y yo renunciaba a mí misma para poder quedarme en el pedestal de tu mujer ideal, tú jamás procuraste quedarte en el mío.
Dejé de salir con mis amigos, abandoné las clases de tango porque no querías que nadie tocara a tu ‘princesa’ y me encerré en nuestra casa hasta quedarme sola, porque tú ya estabas bastante ocupado para notarme.
Me apagué mientras tú brillabas. Al final te fuiste, no bastó todo lo que hice para complacerte, porque nunca quisiste a alguien a quien amar, solo querías a alguien que te amara.
Hice todo para que te quedaras y al final no solo te perdí a ti, también me perdí a mí.
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