"Me despierto sola en mi dormitorio. Piso los calzones arrugados de un hombre y con las piernas tambaleantes voy a mi baƱo compartido. Me bajo los pantalones, me siento en el escusado y veo mis muslos. Es entonces que me percato de los moretones. Morados, rojos, lĆvidos, con la forma de una mano.
No sĆ© cĆ³mo me salieron.
Temblorosa, me regreso a mi habitaciĆ³n. Llamo a mi hermana, que vive cerca. Llega enseguida. Le cuento algunos detalles de la noche anterior, le muestro las marcas. Empalidece y me ordena ponerme los zapatos. Pide un taxi para llevarme a Urgencias y que me examinen por violaciĆ³n.
Durante muchos aƱos, no podĆa ni decir la palabra "violaciĆ³n". Los sonidos se me agolpaban en la garganta, solo tartamudeaba. DĆ©cadas despuĆ©s, aĆŗn me cuesta trabajo acomodar esas letras en ese preciso orden para teclear esto.
Me dije a mĆ misma que decirlo en voz alta me detonarĆa el trauma. Que usar esa palabra harĆa real aquello que yo no querĆa admitir, aquello que me rehusaba a asimilar. Incluso pensar en esa palabra podĆa hundirme en olas de confusiĆ³n y vergĆ¼enza.
Estoy en la sala de Urgencias, desnuda de la cintura hacia abajo, recostada en una camilla en un cuarto pequeƱo, atiborrado de equipo mĆ©dico. Mis pies sienten el metal frĆo de los estribos de pie, tengo las piernas muy abiertas. Dos mujeres con batas blancas estĆ”n paradas a mis costados. Una toma notas en un portapapeles, y la otra dice con un murmullo quĆ© es lo que va encontrando al pasar un peine por mi vello pĆŗbico.
'Fluidos secos', es lo que escucho. Toman polaroids de los moretones. Sin tocar la puerta, un doctor abre bruscamente la puerta, me ignora con gran alboroto. "Jeringas", dice con un gruƱido, mientras yo hago un esfuerzo por incorporarme y me quejo por la humillaciĆ³n. Las mujeres lo empujan hacia el pasillo, pero a los cinco minutos otro hombre hace lo mismo. Esta vez me alzo, junto mis rodillas. Estoy llorando.
Una de las mujeres me promete que esto no volverĆ” a pasar. Se va de la habitaciĆ³n y regresa luego de unos cinco minutos. DespuĆ©s mi hermana me cuenta que la recepcionista puso cinta de escena de crimen en la puerta para que ya nadie mĆ”s entrara.
'OK, Amy. Dinos quĆ© pasĆ³', dice una mujer.
'Ya estƔs a salvo. Solo dinos quiƩn te hizo esto', agrega la otra.
'No me acuerdo', insisto y la cara se me pone roja.
Me siguen preguntando.
Sigo insistiendo.
Finalmente, dejan que me vista y me voy.
SĆ recuerdo algunas cosas, pero no voy a dar ningĆŗn detalle, hay uno sobre todo que no dirĆ©. No ahora que esos hombres me invadieron. Tal vez tampoco lo hubiera hecho antes.
Recuerdo que me acompaĆ±Ć³ de regreso de una fiesta. Que me besaba. Yo lo empujaba. Le decĆa que no, que tenĆa novio. Ćl lo volvĆa a intentar. Yo lo rechazaba, de nuevo. Sus ojos se oscurecĆan y me agarraba el codo, fuerte. SĆ© que alcĆ© mi cabeza para ver el cielo de la noche, mi mente concentrada en los copos de nieve que apenas empezaban a caer. HundiĆ³ sus dedos en mis brazos y me lanzĆ³ a mi habitaciĆ³n. La mente se me puso en blanco.
Sigo sin saber cĆ³mo llegamos a mi cuarto, cĆ³mo me quitĆ© la ropa o cĆ³mo es que, cuando mi cerebro volviĆ³ a reaccionar, estaba acostada en mi cama y Ć©l encima de mĆ, ahĆ estaba yo, con su aliento en mi oreja mientras Ć©l me regaƱaba
'¿A quĆ© crees que estĆ”s jugando?'
'Bien sabes que lo querĆas'.
No lo querĆa y no estaba jugando ningĆŗn juego. Los muslos, costillas y brazos me ardĆan del dolor. Mientras Ć©l gemĆa y me penetraba, yo le imploraba.
Pero no le rogaba que se detuviera. MĆ”s bien, querĆa que me dejara agarrar mi anticonceptivo.
AceptĆ³ y se me quitĆ³ de encima. Me levantĆ© y, temblando, fui a mi vestidor por mi diafragma. Me lo puse automĆ”ticamente y regresĆ© a la cama.
No tenĆa una pistola, ni un cuchillo, ni me sometĆa por el cuello. Hubiera podido salirme de ese cuarto. Pero no lo hice.
La violaciĆ³n durante una cita ni siquiera era un concepto, mucho menos un tĆ³pico de discusiĆ³n.
Una semana despuĆ©s, estaba de visita en casa por las vacaciones de invierno. Me doy cuenta de que mi hermana le contĆ³ a mis padres lo que me pasĆ³, o lo que ella sabe. Me tratan como si me estuviera recuperando de una larga enfermedad, se secretean y me ofrecen sopa.
Esa noche, ya tarde, no puedo dormir, voy a la cocina a hacerme un tĆ©. Escucho sus voces y me detengo afuera de su recĆ”mara para escuchar lo que dicen: "... No tiene caso hacer una denuncia, seguro van a pensar que se lo merecĆa", dice mi papĆ”. Alcanzo a escuchar una afirmaciĆ³n de parte de mi madre.
Eran los ochenta. Un no significaba un sĆ. Una falda corta era una invitaciĆ³n. Y tal vez, tĆŗ sabes, no debiste haber tomado tanto.
La violaciĆ³n durante una cita ni siquiera era un concepto, mucho menos un tĆ³pico de discusiĆ³n. Si estabas en una habitaciĆ³n con un hombre al que conocĆas y que tal vez te gustaba y habĆa sexo, seguro lo querĆas, aunque hubieras dicho: "No, por favor, no". Aunque lo gritaras. Las "violaciones" sucedĆan en los callejones oscuros, a punta de navaja o con golpes, no en un dormitorio con un compaƱero de clases que te ataba solo con sus palabras de enojo.
No habĆa con quiĆ©n discrepar sobre esto, en mi casa o en mi vida, a quiĆ©n acudir.
Pero, aunque no me puso un cuchillo en el cuello, no hubiera podido salirme de ese cuarto.
TenĆa mi instinto de supervivencia afinado, no para proteger mi cuerpo de dolor fĆsico, sino para resguardar mi mente del dolor emocional. Me criaron en un hogar donde anteponer mis necesidades a las de mis padres tenĆa un costo emocional muy alto. Hacer lo que mis padres indicaban, o pedĆan, se consideraba una demostraciĆ³n de amor. En especial, habĆa que obedecer los deseos de mi padre.
Aquella noche, el hombre que quiso tener sexo conmigo tenĆa control sobre mĆ, porque estaba programada para evitar el dolor de la insubordinaciĆ³n.
Si no lograba cumplir con sus exigencias, entonces mi padre, molesto y resentido, se enojarĆa conmigo, y mi madre, triste y resentida, se alejarĆa de mĆ. Si defendĆa mi postura, entonces era mala y no los querĆa. Me aterraba que si no hacĆa lo que ellos querĆan, entonces ya no me iban a querer. De niƱa, de adolescente, ese terrible miedo al abandono me afligĆa y asustaba, y simplemente no lo soportaba.
AsĆ que escondĆ en lo mĆ”s profundo de mi ser el umbral de mis propias necesidades, ideas y deseos. De buena gana cedĆ el control a quienes yo pensaba que tenĆan mĆ”s poder que yo. Sobre todo a los hombres.
Desde luego que mi crianza no sucediĆ³ en un vacĆo; todos somos producto de la Ć©poca en que crecimos, que para mĆ fueron los sesenta y setenta. La segunda ola del feminismo apenas empezaba y los padres todavĆa enseƱaban a sus hijos e hijas que "las niƱas buenas" eran obedientes y sumisas. Esa idea se reafirmaba en todas partes, en la televisiĆ³n (por ejemplo, la mamĆ” de la serie DĆas felices) o en la publicidad (piensa en la sonrisa discreta y reprimida de Betty Crocker).
No es de sorprender que las reacciones de resistencia o huida en las mujeres estuvieran tan entumecidas. No fue sino hasta aƱos despuĆ©s que comprendĆ que hay otra respuesta natural y biolĆ³gica al peligro: bloquearse. Piensa en aquel venado famoso con las luces altas. ¿Verdad que no huye ni se resiste? No es capaz de protegerse. Ante la amenaza de un peligro inminente a su ser, ni el venado ni yo tenĆamos el entrenamiento o los reflejos para responder de otra manera que no fuera paralizĆ”ndonos
Es hora de ver a mi yo joven con compasiĆ³n y sin juzgar.
Aquella noche, el hombre que quiso tener sexo conmigo tenĆa control sobre mĆ, porque estaba programada para evitar el dolor de la insubordinaciĆ³n y salirme del cuarto hubiera sido desobediencia. Estaba condicionada para ser una "niƱa buena", "A ver, solo hay que hacer lo que el seƱorcito quiere". Lo que en aquel entonces me avergonzĆ³ y ahora me entristece es que ni siquiera considerĆ© la idea de huir. Ese pensamiento no me cruzĆ³ por la mente.
Entonces, ¿quĆ© fue lo que realmente sucediĆ³ esa noche? ¿Fue una violaciĆ³n o mĆ”s bien un encuentro desagradable del que pude, debĆ, haber huido? ¿Era una vĆctima? ¿Era culpable?
¿Acaso todavĆa importa quĆ© pienso de esa noche?
SĆ.
SĆ importa.
Me ha tomado 32 aƱos darme cuenta de que la manera en que categorizamos los sucesos afecta profundamente cĆ³mo nos concebimos a nosotros mismos. La muerte de una persona nos afecta de diferentes formas si lo consideramos un accidente, suicidio o asesinato, a pesar de que eso no altera el resultado.
No recuerdo mĆ”s que la manera en que me agarrĆ³ el codo, mi cuerpo lastimado y mi regreso miserable a la consciencia con su pene dentro de mĆ. Pero esos recuerdos me bastan para condenarlo. Me violĆ³.
Durante aƱos batallĆ© con la culpa por no haber huido en aquel momento. Me pregunto si haberme puesto el diafragma de alguna manera borra lo que hizo, como si hubiera una especie de acuerdo retroactivo. Si haber regresado a la cama para que terminara lo que habĆa empezado ya hacĆa que la violaciĆ³n fuera consensual.
Me he echado la culpa durante dĆ©cadas. He dejado que mi alma habite en un estado de vergĆ¼enza calcinante. Ya estoy harta de cargar con una culpa que no me pertenece.
La mujer que ahora soy hubiera pateado a ese hombre en los testĆculos y salido corriendo y gritando de ese cuarto, desnuda o no. Me cuesta trabajo creer que esas opciones no se me hayan ocurrido.
Es hora de ver a mi yo de 20 aƱos con el beneficio de aƱos de terapia, con la perspectiva de la madurez y la consciencia social (incluida la mĆa) que, respecto a asuntos de consentimiento sexual, estĆ” evolucionando con rapidez. Es hora de que deje de pelearme con la persona que era antes y que acepte mis limitaciones anteriores. Es hora de ver a mi yo joven con compasiĆ³n y sin juzgar.
Se lo merece. Sus ataduras eran invisibles, pero reales.
Este blog fue publicado originalmente en 'HuffPost' Estados Unidos y fue traducido.
* Este contenido representa la opiniĆ³n del autor y no necesariamente la de HuffPost MĆ©xico
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