Si suena el teléfono en la madrugada son malas noticias. Es inevitable pensarlo y el temor al tomar la llamada no es infundado. Alguien ha muerto.
Nos conocimos hace más de 12 años. Nuestra amistad se gestó en realidad por un vicio. Éramos las únicas en la oficina que fumaban y siempre recordaré el primer cigarro que compartí con ella. Al poco tiempo ya éramos, además de colegas, grandes amigas.
Ella era la mujer más bondadosa que he conocido. Llena de fe y entregada. Devota y leal. Enseñaba catecismo a los niños en su tiempo libre. Siempre con una sonrisa en la cara y actitud positiva. Era muy simple, era sencillo hacerla reír. Le gustaba escribir, viajar y ayudar a su prójimo. Era una pieza clave dentro del área de Recursos Humanos en todas las empresas donde trabajó.
Apenas tres meses atrás, le diagnosticaron una rara enfermedad que la mantuvo en el hospital hasta hace un par de semanas, cuando la dieron de alta, para recibir cuidados paliativos en su casa y provocar un buen morir. Se fue hace unos días. Tenía 41 años.
Cuando la tragedia azota sin avisar, se origina confrontación con uno mismo y es un juego de perder, porque ante la tragedia es imposible no sentirse derrotado.
Estas partidas eternas son más duras para los que se quedan, pero estoy convencida de que el amor nunca se va. Es posible que siga en negación, sé que ya no está, pero aún siento su presencia. No me atrevo a abrir nuestro chat de WhatsApp o dejarla de seguir en redes sociales, todavía no.
Su partida me llenó de rabia. Ella no debía morir todavía. Pero fue una mujer con una vida colmada de amor y felicidad. Se inmortalizó pues publicó un libro. Ella supo vivir y perseguir sus sueños. Lo hizo de manera tenaz y era una mujer que sabía encontrarle lo bueno a todo. Pero no pudo vencer la enfermedad y ahora sólo queda su recuerdo.
No nos enseñan que la muerte es el único derecho universal, a ninguno se le niega. Es parte fundamental de la vida. Es complejo y doloroso sobreponerse al fallecimiento de un ser querido. Por lo mismo, es crítico que se acepte sin miedo un proceso de duelo, que nos permitirá alcanzar resignación y paz con el tiempo.
Pero si hay algo que me enseñó esta experiencia, es que la vida es frágil e impredecible. Una enfermedad o un accidente pueden arrebatar en cualquier momento la vida de quien sea, pero sentimos muy ajena la muerte y no nos cuestionamos que pasaría si supiéramos con exactitud el día y momento en que nuestro corazón dejará de latir.
¿Haríamos algo diferente? Supongo que sí y lo primero que dejaríamos de hacer es procrastinar. Cuando la muerte se pasea enfrente de ti, asimilas que se debe valorar el poder despertar todos los días. Estamos vivos y debemos hacerlo conscientes de que nuestro futuro tiene como destino final la muerte y no sabremos cuándo llegaremos.
Regresando del velorio me permití llorar sola un largo rato. Las lágrimas curan el alma y regalan sosiego en situaciones en las cuales nos sentimos vulnerables y heridos. Pero al mismo tiempo, me tranquilizó saber que, si yo he de morir mañana, por lo menos tuve el valor de mandar todo a la mierda y “quemar mis naves” hace tres años para perseguir mi sueño y hacer lo que amo: escribir.
Debemos tomar conciencia de que lo importante es el aquí y el ahora. El pasado no es una sentencia de vida y el futuro es ilusorio y no se puede predecir ni controlar. Es primordial actuar todos los días sabiendo que lo más importante es poder disfrutar el simple hecho de estar vivos.
Si estás en situaciones que te irritan y lastiman, te rodean personas que te joden la paz una y otra vez y sientes a veces que estás harto de todos tus problemas, es momento de pensar si vale la pena mandar todo a la mierda, desechar lo que nos provoca infelicidad y procurar que nuestro camino hacia el destino final sea una vida plena y llena de satisfacciones.
Podría parecer un poco radical mandar todo a la mierda, pero más allá de cortar de tajo y sin remordimiento alguno con todo lo que nos molesta, se trata más bien buscar las alternativas posibles para eliminar de nuestra vida lo que provoca pesar, dolor, enojo o frustración.
Estamos vivos y no sabemos cuánto tiempo existiremos, por lo mismo, considero como una pérdida absoluta de tiempo tener una vida miserable o atormentada por las razones que sean.
Buscar el bienestar propio antes de procurar uno en alguien más; trazar el camino que se quiere recorrer con base en deseos y aspiraciones; arriesgarse a perseguir los sueños y hacer lo que amas; rodearse de relaciones sanas; cuidarse uno mismo, ser consciente de la importancia de la salud física, emocional, mental y sexual y ser responsables de nuestro elegir y actuar sin generar daño colateral. Eso es mandar todo a la mierda.
Yo lo hice hace tres años. Dejé mi trabajo, me alejé de personas y relaciones tóxicas, enfrenté a mi familia y no fue sencillo hacerlo. Desde que "quemé mis naves" para perseguir mi sueño, he comprendido que, a pesar de los obstáculos y retos, hacer lo que amas sin importar nada más, es la única manera de vivir plenamente y llegar en paz al lecho de muerte.
Cuando decides mandar todo a la mierda, no se genera felicidad absoluta de forma instantánea, pero con bondad, paciencia, templanza y madurez, asumes que esta vida es en realidad un suspiro y entonces no te cuesta mucho esfuerzo deshacerte de todo aquello que no te hace feliz y caes en cuenta de qué vida quieres procurar y disfrutar y lo más importante: solamente está en uno mismo lograrla.
Es duro llegar a estas reflexiones a partir de la muerte del otro, pero ahora sé que si yo he de morir mañana me sentiré orgullosa de haberle dado la espalda sin culpa a todo aquello que no me hacía feliz y desde hace tres años tengo la tranquilidad de que mi vida es ahora el resultado de haber mandado todo a la mierda y con mucho valor y convicción le puse punto final a esa vida que no me hacía feliz.
Nadie sale vivo de aquí. Cómo decidimos vivir es otra historia...
Todos tenemos dos vidas: la segunda comienza cuando nos damos cuenta que sólo tenemos una.
Confucio
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