Sentía que el mundo se me venía encima, que era el fin y jamás volvería a ser feliz. Mi mundo giraba a su alrededor y, al parecer, mi felicidad también. No veía más después de mi matrimonio que no fuera con él, nos veía para siempre, juntos, él y yo… hasta que nos divorciamos.
Había personas que querían acercarse a mí y saber cómo estaba, pero yo sólo quería acercarme a él; saber qué había pasado, por qué llegamos al fin, por qué después de tantos años nos habíamos separado. Yo no quería saber de nadie, de nada, de ninguna persona que se acercara a mí con las mismas preguntas de si estaba bien o si necesitaba algo.
Todos me aconsejaban que fuera a terapia y que recurriera a un profesional, me negué y resistía porque creía que eso era para “locos” y que yo lo podría solucionar sola. Hasta que no pude.
La tristeza y el duelo se estaban apoderando de mí, el tiempo se me estaba pasando y yo me estaba abandonando… hasta que llegó mi psicóloga a mi vida.
No entendía qué era la terapia realmente, hasta que comprendí que es un proceso independiente que hace que te sientas menos sola y que hace que salgas adelante sola pero por ti misma porque no, la psicología no te resuelve los problemas, te ayuda que a tú los resuelvas.
Fueron innumerables sesiones en las que no dejaba de llorar, en las que escribía y escribía cartas para desahogarme; me sentía desolada, sola, frágil, rota, débil. Sentía que no tenía rumbo, que no había más… y estaba bien. Está bien sentirte sola de vez en cuando, está bien sentirte frágil, sentirte triste, llorar, estar desconsolada.
Ésa era clave y lo entendí hasta que llegué a terapia; entendí que para sanar, antes debo limpiar la herida, curarla, protegerla y, sobre todo, cuidarme yo. Por primera vez no me estaban juzgando de llorar por horas por lo que fue mi matrimonio, por primera vez alguien me decía que disfrutara mi tristeza, que alguien me daba la libertad de llorar y no me decía que dejara de hacerlo.
Comprendí que antes del arcoíris tenía que cruzar por la tormenta, aprender a estar sola, cuidarme, valorarme, protegerme y amarme. Eso hizo la terapia, me hizo ver que tenía que preocuparme por mí, y no por egoísmo, sino por amor propio.
Nunca creí que la terapia fuera tan importante… y lo es. Porque fue gracias a ella que hoy me entiendo un poco más y, sobre todo, que hago todo lo posible por escucharme, abrazarme y besarme. Ver que, después de un divorcio, la vida continua y vienen nuevos ciclos, nuevos mundos, una nueva yo.
La terapia no me borró la memoria, me ayudó a lidiar con ella, con los recuerdos, con el pasado, con los ciclos inconclusos. La terapia no solucionó mi vida, fue un pequeño escalón para que yo aprendiera cómo hacerlo día con día. Y no con esto quiero decir que lo que venga ya lo tenga resuelto, sino que sabré lidiar con ello, y si no es así, entonces sabré caer y comenzar de nuevo.
No, la terapia no es “para locos”, es para todas las que queramos crecer, queramos abrazarnos, protegernos, cuidarnos; es un acto de autocuidado, de amor, es una pizca de aprendizaje y de tranquilidad.
La terapia me ayudó a superar mi divorcio pero, sobre todo, me ayudó a amarme más a mí misma cada día.
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