Tu problema siempre fue que creíste que no podrías perderme.
Que estabas tan seguro que me tenías que creíste que sin importar lo que pasara yo estaría ahí.
Y al principio tuvo algo de cierto, y te tuve paciencia y te perdone todo, desde que no devolvieras mis llamadas hasta las veces que me ignorabas peor que si fuera una completa extraña.
Te encargaste, casi como una meta personal, estirar la liga de mi paciencia y mi cariño hasta donde te fuera posible.
Te aferraste a saber cuántas veces podía aceptarte de regreso, cuántas excusas iba a creerme, cuántas horas, días, semanas estaba dispuesta a esperar hasta tener noticias tuyas.
Pero lo que olvidaste, lo que dejaste de tomar en cuenta, es que cuando estiras algo más allá de lo que puede dar termina irremediablemente por romperse.
Así, después de tanto estirar y estirar, el amor que te tenía terminó por reventar. Me di cuenta que lo que a ti te gustaba no era yo, mucho menos los dos juntos.
No, a lo que te divertía era jugar a perderme. Y yo decidí, de una vez por todas y por mi propio bien, dejarte ganar.
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